Sunday, January 2, 2022

TRES DESEOS

 TRES DESEOS

El niño se alza sobre las puntas de sus pequeños pies, la nieve cruje bajo las suelas. Trata de alcanzar la ranura para introducir el sobre en el buzón ayudándose de una mueca de esfuerzo con la lengua. La carta desaparece en la oquedad oscura y el niño, entusiasmado, empieza a aplaudir y a saltar mirando a su padre, que le observa pensativo con las manos en los bolsillos. El chiquillo es ajeno a todos y a todo y su padre sospecha que quizás algún día le tenga que dar explicaciones y aclararle que no le abandonó, que se tuvo que marchar. Que la culpa le reconcomía, que debía haber estado al lado de mamá durante su enfermedad, que cuando ella murió él estaba borracho con otra. Tendrá que confesarle que se le fue la mano con el alcohol, que ya nunca llegaba al trabajo porque aparcaba frente al mismo bar cada día y pasaba las horas con una copa en la mano y  tendrá que avergonzarse cuando admita que perdió el empleo. Reconocerá sus pecados, sus flaquezas. Será en otra Navidad nevada, en otra época en la que haya aprendido a ser feliz.

El niño se acerca y abraza las piernas de su progenitor y con la cabeza apoyada en las rodillas rígidas de ese hombre que para él significa la vida, enumera delirante los tres deseos que ha pedido al rey Baltasar. Uno de ellos, el primero, es que vuelva su madre. Que le perdone las fechorías y vuelva porque nunca más volverá a portarse mal. Se lo dijo su padre al llegar a casa borracho, `mamá se ha ido porque te portabas mal´y desde entonces, y han pasado ya seis meses, el niño rehúsa a hacer cualquier travesura, ha aprendido la lección, la echa de menos. 

Es el primer día del año y otros niños pasean de la mano de sus padres por el boulevar. Hace frío pero ellos están al sol, esperando a que lleguen los que pondrán el parche a esta situación surrealista. El niño, sin soltarse, le está mirando desde abajo, inquisitivo. Su segundo deseo es que desaparezcan las botellas que bebe su padre para que no vuelva a ponerse agresivo, a dormirse en el suelo o a decirle groserías y que tengan que venir los vecinos a por él. Desde arriba repara en que el muchacho lo observa con los ojos acuosos; no lleva el gorrito de lana, debe haberlo dejado caer en el coche u olvidado en el cajón. Introduce la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y agarra la petaca con cierta desesperación. Un trago rápido calmará la ansiedad y ahogará la angustia de la despedida. Parece que ahora de repente se ha dado cuenta de ese plan desgarrador que sólo un ser execrable como él podría llevar a cabo.

Los intermitentes de un coche se asoman por la esquina del ojo. Son ellos, ya han llegado. Son puntuales, han venido a la cita. No van a aparcar, van a llevarse al niño con premura para que la despedida no tenga demasiada importancia, para que el pequeño no la recuerde como un hito en su vida, para maquillar el abandono y transformarlo en un hasta luego. 

El niño se suelta pero no deja de mirar a su padre. Camina titubeante hacia la pareja que le espera con las puertas del coche abiertas. Su corta edad no le permite saber que son los servicios sociales, pero sí que no volverá a ver a su padre. Se gira y corre de nuevo hacia él para besarle mil veces entre lágrimas y pedirle perdón por haberse portado mal. Jura y perjura que no lo volverá a hacer porque cree que papá le abandona por lo mismo que su madre. El hombre, impávido, no quita la vista del buzón, cree que así dolerá menos todo este calvario.

No quiere despegarse de las piernas de papá, pero éste no reacciona. Así que voluntariamente decide subir al coche, secarse las lágrimas con las mangas de la camisa y enviarle un beso entre sollozos con la manita encharcada de pena. Se lleva con él  la esperanza de que se cumpla su tercer deseo: que papá no le deje con esa gente y vuelva a abrazarle y a ponerle el gorro que ha dejado a propósito encima de la cama.


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